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EL CHOCOLATE DE DICIEMBRE

 

 

 

Aquella mañana de diciembre todo el centro de Madrid amaneció bañado en chocolate. La ciudad estaba inmersa en una niebla de color marrón pálido que se condensaba en los tejados, en las azoteas y en las fachadas de los edificios en forma de chocolate caliente y espeso. Poco a poco la niebla fue levantando y transformándose en ligeras nubes de color cacao que fueron perdiéndose hacia el noroeste. Pero el chocolate se quedó en Madrid, perdió calor, pero sin enfriarse del todo ni endurecerse. Todos los tejados quedaron cubiertos de chocolate, en Lavapiés, Embajadores, Atocha, Ópera, Sol, San Bernardo, ¡todos! Aquello parecía un cuento fantástico. El chocolate se había condensado más en los edificios más altos, como la Casa de Correos, la Cárcel del Reino, la Catedral de San Isidro, y les daba un aspecto más delicado, más amable. El chocolate escurría por canalones y fachadas, se filtraba por los balcones, formaba enormes charcos y se perdía por los sumideros.

            Al salir a la calle los vecinos se llevaron la gran sorpresa. Lo miraban con incredulidad. Parecía chocolate... olía a chocolate... y los más golosos fueron los primeros en caer en la tentación de untar el dedo y llevárselo a la boca para concluir que, efectivamente, ¡sabía a chocolate! No obstante, muchos permanecieron escépticos y, a pesar de que tenía un olor delicioso, no se atrevieron a tocar aquella sustancia misteriosa. Sin embargo, en el Madrid de aquellos tiempos había tantos hambrientos que otros muchos, incluidos los niños, decidieron desayunar con chocolate.

            Pero la fiesta duró poco. El poderoso gremio de pasteleros y confiteros de Madrid, que mantenía buenas relaciones con el obispado, como era bien sabido, puso el grito en el cielo. ¡Aquello era la ruina! ¡A quién se le había ocurrido regalar el chocolate! El obispado, a través de las parroquias, advirtió a los madrileños desde las primeras misas de la mañana, de que aquel hecho insólito no podía ser más que obra del diablo para hacer caer a todo Madrid en el pecado de la gula. Aquello que parecía chocolate era un poderoso veneno que, tras las primeras sensaciones de deleite, traería a los glotones, días más tarde, grandes dolores y sufrimientos, que llevarían a una muerte segura en pecado mortal y sus almas irían derechas al infierno.

            El terror y el miedo empezó a cundir entre los que lo habían probado y nadie más se atrevió a tocar aquel veneno tentador. Pero la homilía del obispo contenía una pizca de esperanza para los ingenuos que habían caído fácilmente en la tentación: a media mañana una procesión saldría de la Basílica de San Francisco el Grande y recorrería las calles de Madrid; los incautos pecadores podían acompañar a la imagen de Nuestro Señor Jesucristo, que venció las tentaciones del desierto, para hacer penitencia por su pecado.

            Entre tanto, los pasteleros y confiteros se congregaron en la Plaza de la Villa para pedir compensaciones por semejante catástrofe. Como el alcalde no salió a recibirles, se dirigieron al Palacio de Oriente y reconocieron que, cubierto de chocolate, el regio edificio tenía un aspecto verdaderamente suculento. Delante de la puerta principal, exigían que les recibiera Don Alfonso XII en persona. No consiguieron su propósito, pero un secretario del Rey les dio cita para el día siguiente y les aseguró que Su Majestad tomaría cartas en el asunto. De regreso a sus obradores, disimuladamente pasaban el dedo por las paredes y se lo chupaban con deleite. Al llegar a sus destinos, todos los confiteros, en secreto, hicieron acopio de chocolate en barriles, perolas y garrafas, por si acaso.                         

            Doña Margarita, Marquesa de la Vega, que vivía en un palacio en la Moncloa, al enterarse de la noticia, decidió bajar a Madrid para comprobar el fenómeno en persona. Doña Margarita, Marquesa de la Vega, tenía fama de ser una señora algo frívola e irreverente, a pesar de lo cual, era una persona célebre y muy estimada por los madrileños, sobre todo porque hacía muchas obras de caridad. Una vez a la semana, asistida por un séquito de sirvientes, recorría los barrios más pobres de Madrid repartiendo chocolate entre los niños y las embarazadas. Doña Margarita, Marquesa de la Vega, llevaba siempre consigo dos damas de compañía y lo primero que les dijo al bajar de su carruaje, en la Puerta del Sol, fue: “¡Le viene muy bien el aroma de chocolate a esta ciudad tan cochina! ¡Jaaajajaja!”. Después, tras tocar aquella sustancia con la mano y relamerse los dedos varias veces, dijo ante toda la gente allí arremolinada: “El señor obispo puede decir lo que quiera, pero esto es un chocolate exquisito: está elaborado cien por cien con manteca de cacao de la variedad criollo, el de mejor calidad y aroma más intenso. Yo, desde luego, me voy a tomar ahora mismo dos tazas ¡Jaaajajaja!”.

            Las palabras de Doña Margarita, Marquesa de la Vega, corrieron veloces de boca en boca por la Puerta del Sol y por todo Madrid. La procesión de penitentes, presidida por el obispo, que llegaba en esos momentos a la Puerta del Sol, se desbarató. Todos saltaban de alegría y se abrazaban y corrían a los lugares donde el chocolate no se había ensuciado de las basuras de la calle y el estiércol de las caballerías para cogerlo a puñados. ¡Los niños se revolcaban en el chocolate! En las casas de corral sacaron los organillos y acompañaron la gran chocolatada con música de chotis. El obispo, desencajado, había perdido la mitra, y corría de un lado a otro, con un incensario en la mano, voceando: “¡Pecadores! ¡Insensatos! ¡Sabed que el chocolate tiene propiedades afrodisíacas! ¡La gula os llevará después a pecados mucho más perversos!”. Pero sus voces se perdían entre la algarabía general y nadie le escuchaba ya. Aquel día los madrileños disfrutaron a placer del chocolate y de todas sus propiedades.

            Hicieron bien, porque el día siguiente amaneció frío, pero soleado, sin rastro alguno de la niebla de cacao del día anterior. Y lo mismo ocurrió el día siguiente y el siguiente. Y a los confiteros se les terminó el chocolate almacenado y la vida de Madrid volvió a la normalidad. El hecho dio motivo de conversación en todos los mentideros durante largo tiempo, pero nadie supo desentrañar aquel misterio. Muchos lo consideraron un milagro y hasta hubo quien aseguraba haber visto aquella noche al arcángel San Gabriel derramar chocolate desde el cielo de Madrid. Pero el obispado guardó un silencio absoluto y en las homilías no volvió a tocarse el tema.

            Al año siguiente, por las mismas fechas, la mayoría de los madrileños miraba al cielo buscando aquellas nubes de cacao que nunca volvieron. Todos recordaban el día del chocolate y los que podían permitírselo tomaban una o dos tazas para hacer aquel recuerdo más vivo. Así que los confiteros, a la postre, salieron ganando, porque en aquellas fechas de diciembre vendieron y sirvieron mucho chocolate y los más hábiles esculpieron en chocolate miniaturas del Palacio Real y de la Basílica de San Francisco el Grande. Y Doña Margarita, Marquesa de la Vega, repartió más chocolate que nunca entre los golfillos de Lavapiés.

            Desde entonces, los madrileños, llegando diciembre, toman mucho chocolate, particularmente después de las largas noches de fiesta de esas fechas. Siempre hay algún turista que pregunta de dónde viene esa costumbre, pero nadie recuerda ya de dónde ni por qué. Sólo les importa disfrutar del chocolate... y de todas sus propiedades.

 

 

Enrique Martínez Gorroño, Diciembre 2014.

 

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